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Comparte tu historia 2023-10-06T14:02:37+01:00

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Listado de Relatos Finalistas

Relatos en formato texto

Amparo y Rocío

Amparo, una mujer de 74 años, había pasado gran parte de su vida rodeada de su familia. Sin embargo, actualmente la distancia física que le separaba de ellos, pues estaban ocupados trabajando en lugares lejanos, le había dejado sola la mayor parte del tiempo. Aunque la visitaban en Navidad y verano, la soledad pesaba mucho sobre ella.

La edad y las dolencias habían hecho mella en su cuerpo. Sus hijos, preocupados por su seguridad, habían contratado a Lola para que estuviera con ella. Lola, una vecina de Amparo, era cariñosa y solícita, pero su miedo a que Amparo se cayera la llevaba a limitar sus movimientos. La mantenía mayormente sentada en un sillón que se inclinaba y elevaba para facilitar hasta el gesto de ponerse de pie.

La vida de Amparo había caído en una rutina monótona. Pasaba sus días en ese sillón, observando el mundo a través de la ventana y pensando en los días más activos que una vez había vivido. Cada día se sentía más débil, física y emocionalmente. La tristeza y la apatía la habían envuelto como una manta pesada.

Un día, todo cambió. Una joven fisioterapeuta llamada Rocío entró en su vida como un rayo de sol. Con su energía y positividad, Rocío iluminó la salita donde Amparo parecía estar muriendo poco a poco. Con una sonrisa cálida, se presentó como su fisioterapeuta de atención primaria y comunitaria.

«Buenos días, Amparo. Soy Rocío, tu fisioterapeuta. Tu médico de familia me ha hablado de ti y estoy aquí para traerte el elixir de la juventud: ejercicio terapéutico, paseos saludables y bailes con tu música favorita», anunció Rocío.

Amparo la miró con curiosidad, sintiendo una chispa de esperanza que había estado ausente en su vida durante demasiado tiempo. Rocío comenzó su trabajo con cuidado y paciencia. Le enseñó ejercicios simples pero efectivos para fortalecer sus músculos y mejorar su movilidad. Amparo seguía las instrucciones de Rocío con dedicación, sorprendiéndose a sí misma por lo mucho que podía hacer con un poco de esfuerzo.

Pero Rocío no solo trajo movimiento a la vida de Amparo, sino también alegría y conexión humana. Durante sus sesiones, conversaban sobre sus vidas, compartían risas y anécdotas. Amparo comenzó a abrirse más, a recordar las historias de su juventud y a sentirse valorada como persona.

Los paseos saludables se convirtieron en pequeñas aventuras. Amparo, apoyada en su bastón y acompañada por Rocío, exploraba los alrededores de su casa. Descubría la belleza de las flores, el aroma del aire fresco y la calidez del sol en su piel arrugada. Rocío había despertado en Amparo una sensación de vitalidad que creía perdida.

Sin embargo, fue el baile lo que realmente transformó a Amparo. Rocío trajo un reproductor de música y puso las canciones de la juventud de Amparo. Agarrándola suavemente, comenzaron a moverse al ritmo de la música. Amparo sentía cómo la energía fluía a través de ella, cómo su cuerpo respondía al estímulo de la música y la alegría de moverse.

Al cabo de un tiempo, Amparo se volvió más fuerte, más segura y más feliz. Su relación con Rocío creció más allá de la terapia, convirtiéndose en una amistad genuina. Las visitas de Rocío se convirtieron en los momentos más esperados de la semana, llenando la vida de Amparo de luz y significado.

Esta historia es un recordatorio conmovedor de cómo la conexión humana, la actividad física y el amor pueden transformar incluso los días más oscuros en experiencias llenas de vida y esperanza. Más que confinar a nuestros mayores en el sillón por su seguridad y temor a las caídas, es esencial prescribirles más ejercicio para que puedan disfrutar de una vejez activa y saludable, fortaleciendo sus cuerpos y dándoles un plus de confianza en sus propias capacidades. La historia también destaca cómo la sobreprotección, aunque bien intencionada, puede limitar la autonomía y el bienestar de los ancianos.

EL caso de Amparo no es único. En una sociedad envejecida, nuestra pirámide poblacional se asemeja cada vez más a una peonza, con la generación del baby boom llegando a la parte alta de esa pirámide. Si no nos preparamos, si no nos robustecemos con ejercicio físico, no habrá seguridad social capaz de soportar nuestro envejecimiento. El envejecimiento activo, como el que experimentó Amparo con la ayuda de Rocío, se convierte en la clave para una vejez saludable, segura y sostenible.

Con mi hermana siempre mejor

Mi mamá estaba muy entusiasmada con la visita al médico, tenían que hacerme no sé qué porque había estado malita de la garganta, y no paraba de hablar con papá sobre que me van a dar un dulce si me porto bien, o que se tiene que llevar a mi hermana al parque mientras tanto.

Yo no quiero que se lleven a mi hermana.

Había muchos ruidos cuando entramos y muchos niños corrían por una sala pequeña chillando. Llevaba los auriculares que mi hermana me había regalado con muchísima ilusión la semana pasada y a los que ella les había cortado el cable para que los usara en un intento de empequeñecer el impacto del ruido del mundo en mi cabeza.

“Mamá… ¿Nos podemos ir? Hay muchos ruidos” Mis auriculares aun filtraban ruidos y me empezaba a poner nerviosa por la cantidad de personas que habían allí.

“No cariño, tiene que verte el médico, ya hemos perdido dos visitas” suspiró mi madre con impaciencia.

Me senté en una silla, alejada de la mayor cantidad de gente posible y comencé a retorcer mis manos en un intento por calmarme. No podía.

Escuché mi nombre por el altavoz de la sala de espera y sentí ganas de vomitar por los nervios, no podía respirar tranquila y la gente me miraba de forma muy incómoda porque mi madre ya estaba casi dentro de la consulta y yo no me había ni levantado siquiera de la silla.

“Vamos cariño” sonrió mi madre con voz dulce ofreciéndome su mano como apoyo.

La quiero mucho, pero no quiero su apoyo, ni su abrazo de “todo está bien” al entrar a la consulta. Quiero irme a mi casa con mi hermana.

Mamá y el médico hablaban de cosas que no comprendía y mi cerebro desconectó hasta que noté que el médico me miraba fijamente, desvié la mirada incómoda y él sólo sonrió antes de levantarse y decir toda palabra odiada por un niño pequeño.

“Necesito hacer algunos análisis” Agujas… No, por favor.

Fui guiada por el amable médico a una sala blanca con una camilla porque, al parecer, tenía que hacerlo ya debido a que, para los niños como yo, el tiempo que pasa altera unos factores que no sé qué.

¿A qué se refería con “niños como yo”? ¿No éramos todos los niños iguales? No lo escuché, tampoco me importaba. Quería irme a casa.

Cuando nos quedamos en esa “salita pequeñita” como dijo el doctor, yo sólo quería darle una patada a la puerta y salir corriendo, iba a vomitar en cualquier momento o romper la ventana de un ataque de pánico, lo que fuera más útil.

Escuché la puerta abrirse y a mi madre protestar de algo sobre el tiempo que llevábamos ahí o algo así.

“Tenemos que hacerle unas pruebas a su hija” dijo el médico antes de sonreírme y pedirme que fuera con él. “Ya lo he arreglado todo para que tardemos poco tiempo, lo prometo”

Mamá también vino conmigo e incluso me cogió la mano y me pidió que no tuviera miedo. “Me ha dicho tu mamá que tienes una cosita llamada Autismo ¿Es así?”

Asentí, mis padres siempre habían dicho esa palabra en casa, así que asumí que se refería a lo mismo, yo tenía 6 años, tampoco es como si lo entendiera.

“Entonces necesitaré que otra persona te acompañe a tu prueba para hacerla contigo”

Cuando llegamos a una puerta que ponía “Extracciones”, el médico abrió la puerta y sonrió.

Mis nervios, mi ansiedad, mis ganas divididas entre vomitar y salir corriendo, se fueron a la nada.

Al otro lado de la puerta, estaba mi hermana sentada en una silla al lado de otra silla vacía, con una enorme sonrisa y saludándome con la mano, si ella estaba, todo era más fácil.

Confiar en su cuerpo

Desde hace años atiendo a pacientes que acuden a mí principalmente por dolor de tipo músculo-esquelético, ya que soy fisioterapeuta.

Cuando salí de la carrera, quería hacer por ellos, quitarles ese dolor que les atenazaba con maniobras, con distintas técnicas, con aparatos, con vendajes,… Me frustraba cuando no mejoraban y en mi fuero interno les culpaba porque no hacían los ejercicios, porque les sobraban varios kilos o porque preferían ver la serie de turno que dormir lo que necesitaban.

Poco a poco, trabajando, a lo largo de los años, me he ido dando cuenta de que el dolor es más complejo de lo que a veces pensamos. Además, ahora sé bien, que el dolor no siempre está asociado al daño del tejido, es decir, una persona puede sufrir mucho dolor teniendo un tejido sano —o prácticamente sano— y puede ocurrir también a la inversa, de ahí los efectos placebo y nocebo.

Ahora sé que los pacientes que mejor recuperación tienen son aquellos que han depositado en mí su confianza, los que entienden que es un proceso en el que influyen distintos factores y que ellos no son sujetos pasivos, sino que tienen además capacidad de decisión y de colaboración, pero ahora, en vez de frustrarme cuando trato de influir en sus creencias con respecto al dolor, intento ser como el mar, como el mar que moldea la roca, constante, pero sin agresividad, con cariño y empatía.

De esta manera, yo puedo saber que a mi paciente octogenaria lo que le hace falta es moverse, levantarse de su butaca o, si no puede, ejercitarse sentada, en las amplitudes que sean posibles. Sin embargo, no puedo forzarla, tengo que persuadirla, tengo que convencerla de que a sus músculos y a sus huesos les conviene el movimiento, progresivo, moderado, adaptado, pero diario, esté conmigo en terapia o esté sola.

“Soy muy indisciplinada para el ejercicio, se me olvida”.

 Me dice con la cabeza ladeada y una medio sonrisa. Yo sé que eso es cierto, que la necesidad de movimiento de su tejido se bate en lucha con la ley de conservación de la energía y, desgraciadamente, desde hace años, en su caso gana la pelea la segunda.

“Cuelga un cartel al lado de la tele, que lo veas siempre desde tu sillón y te lo recuerde”.

Se ríe, y seguro que piensa que qué cosas tengo, pero con una sonrisa le insisto.

“Puede ser algo sencillo, una palabra, lo que sea que te recuerde que te tienes que mover”.

A la semana siguiente no ha hecho la tarea. No me enfado, solo insisto con una sonrisa y ella se ríe. Hablamos, me cuenta sus cosas mientras trabajamos. Y, cuando me voy, al rato, me manda un mensaje con una foto.

“¿Qué te parece?”

 Un monigote sonriente que ha dibujado en un folio y ha pegado junto al televisor.

“¡Me encanta!”

 Y es verdad, no podría ser mejor, porque el monigote le sonríe como invitándola a volver a la vida a través de algo tan simple como moverse, algo que ha olvidado, algo que en algún momento incluso le ha empezado a dar miedo. ¿Te imaginas? ¿Te imaginas tener miedo a simplemente girar la cabeza?

El cuerpo, aunque sea anciano, necesita estar en movimiento, de lo contrario se queda encerrado en una jaula, dentro de sí mismo.

Últimamente, ese es el mensaje que le hago llegar a muchos pacientes, que su cuerpo muchas veces lo que le pide no es reposo, sino movimientos diferentes, tal vez adaptados, pero movimientos al fin y al cabo.

Creo que lo primero que debemos devolver a las personas que atendemos es la seguridad en sus propias capacidades, ya que no son pocas las veces que los sepultamos bajo la losa del diagnóstico, atados a una medicación, con miedo a hacer por si solos, y el miedo inmoviliza y la inmovilidad es lo contrario a la vida, porque sin movimiento no hay vida.

Cuando trabajo, pienso en ustedes

Rosana llevaba en España doce años. Había vuelto a Ecuador en dos ocasiones, ambas en los últimos cinco años. Justo los que llevaba trabajando como interna, dedicada al cuidado de don Luis, un anciano nonagenario. En los cinco años anteriores a llegar Rosana a cuidarlo, habían pasado por la casa quince personas.

Las hijas de don Luis lo visitaban siempre que podían y le decían a Rosana que sus atenciones no conseguían cambiar de raíz las actitudes de su padre, pero aunque lento se notaban avances. No levantaba el bastón en tono amenazante, cada vez que se dirigía a alguien; no volcaba el plato sobre el mantel si no le agradaba la primera cucharada o la notaba fría o caliente; no respondía con un cállate, muerta de hambre cuando Rosana le hablaba.

Rosana tenía treinta y cuatro años. Cuidaba su imagen personal. Tenía la sonrisa pegada a los labios, su conversación era comedida, sus palabras eran siempre oportunas, el tono de voz sosegado. Atendía con respeto a las hijas de don Luis cuando le sugerían aspectos a los que debía prestar especial atención, tanto en la alimentación como en la forma de mover a su padre.

Ellas fueron notando que no solo escuchaba muy atenta, veían que lo ponía en práctica. Pasaba el tiempo y las sugerencias disminuían, era evidente que las incorporaba a la práctica. Observaban la cuadrícula en la que anotaba cada semana el menú, el tiempo que cada día se movía, la cantidad de agua que bebía, las veces que iba a orinar y lo que más les interesaba las veces que hacía deposiciones. Justo antes de incorporarse Rosana tuvo una ligera obstrucción intestinal, que le supuso un ingreso hospitalario y una difícil recuperación.

Ella no exigía a las hijas de don Luis cambios, fueron ellas las que se los propusieron. Cada año, le subieron el sueldo, además en Reyes le daban un extra para que enviara regalos a sus dos hijos que había dejado al cuidado de su madre. El regalo que más agradeció fue cuando al cumplirse dos años de entrar a trabajar con don Luis, la animaros para que viajara a visitar a sus hijos. La oferta era que los quince días que pasara con ellos, se consideraban vacaciones, no figuraban en el contrato y Rosana se sorprendió cuando comprobó que ese mes cobraba como los demás.

En el contrato estaba indicado que la tarde de los martes tendría cuatro horas libres para disponer de su tiempo. A partir del segundo año, le propusieron que además de las tardes de los martes, eligiera otra tarde para salir a pasear o a hacer compras, lo que ella quisiera. Era su tiempo, podía salir o quedarse descansando en casa.

Una de las cosas que hacía algunas de esas tardes era ir al parque con una amiga, Diana, que había cuidado de don Luis cuatro meses, en uno de esos turnos de relevos que se sucedieron antes de la llegada de Rosana.

Diana le preguntaba cómo estaba ella y cómo estaba aquel mal vicho, que siempre le llamaba muerta de hambre y puta. Le daba bastonazos.

—Aún no se muere, es muy viejo y muy malo, sus hijas no colaboran, búscate otra cosa, déjalo, que lo cuiden ellas.

—No quiero que se muera, no es un viejito amable, será que en su vida sufrió mucho o no lo prepararon para ser más dulce. Sus hijas me parecen educadas.

—Hay otros trabajos, déjalo.

Rosana cuando hablaba con su amiga Diana, era con la única que tenía confianza en esta ciudad, se quedaba con las ganas de contarle lo que le había dicho a su madre la primera vez que fue a visitarlos. No lo hacía por temor a no ser entendida.

Es muy difícil cuidar a ancianos, no tanto por el trabajo, más por la falta de cariño con la que te responden a la tarea que haces. A veces, siento que me valoran muy poco. Lo soluciono pensando en ustedes, en mi familia, imagino que los cuido a ustedes, que lo que le hago a él se lo hago a ustedes, de esa forma consigo sonreírle, mientras lo aseo o lo saco a pasear. Si alguna nube de desagrado me acude a la mente, la ahuyento con la mano.

La segunda vez, le contaba que se sentía más valorada. Que este viaje le habían pagado las hijas de don Luis los billetes y le habían preparado una maleta de regalos para todos.

Cuidando de mi salud en equipo

Mi nombre es Ana, y quiero compartir cómo aprendí la importancia de tener un papel activo en mi propia recuperación.

Mi historia comienza cuando me diagnosticaron una enfermedad que me dejó en shock, me rompió los planes y me lleno de preocupación y preguntas. Sin embargo, mi encuentro con la enfermera digamos que se llamaba Elena fue un punto de inflexión. No se limitó únicamente a darme instrucciones sobre qué medicación tomar, cuándo y cómo. En lugar de ello me alentó y me hizo ver que debía ser un participante activo en mi enfermedad y en mi proceso de recuperación. Me explicó cómo mis decisiones diarias influían en el proceso de recuperación y la importancia de la dieta, el ejercicio, un buen humor y los medicamentos serían la clave para dejar atrás esta enfermedad. Me hizo aprender que no era un mero espectador, sino el principal protagonista de mi salud.

Un momento que realmente resonó conmigo fue cuando Elena y yo discutimos mi plan de alimentación. Ella me ayudó, lejos de lo que pensaba, a ajustar algunos alimentos que tenían más impacto en mi de lo que podía llegar a imaginar. Me ayudó a tomar decisiones más informadas en mi día a día y a ver como con pequeños cambios en mi dieta, pude sentir que mejoraba y tenía mejor sensación día a día.

Además, cuando el Doctor se unió a mi equipo médico, me sentí muy respaldado en cada paso. En lugar de solo escuchar, me animó a hacer preguntas y expresar mis preocupaciones. Una vez, cuando discutimos las opciones de tratamiento, compartí mis inquietudes, me sentía escuchado y juntos encontramos un enfoque en el que estaba cómodo. ¡Estábamos trabajando juntos en mi salud!

A medida que mi tratamiento avanzaba, no solo confiaba en el conocimiento médico, sino que también en mi capacidad para compartir mis preocupaciones y ser parte de las decisiones. Me sentí empoderado al saber que tenía un papel activo en el camino hacia mi recuperación y eso mejoró mi estado de animo y mis fuerzas. Con cada paso que dábamos era consciente de porque se hacía, sentía que estaba contribuyendo directamente a mi propia mejora.

Finalmente, cuando llegó el momento del alta hospitalaria, me di cuenta de que era el inicio del camino. La enfermera y el Doctor se prestaron a mantener un seguimiento regular por teléfono. Sabía que estaban ahí y que podía contar con ellos. Su apoyo continuo me mantenía confiado y animado a seguir cuidando de mi salud. Aunque ya no estuviera en el hospital, no estaba solo.

Mi historia es un recordatorio de que los pacientes tenemos un papel vital y fundamental en nuestra salud. Cuando trabajamos junto con el personal sanitario, el camino se vuelve transitable y el miedo se desvanece. La colaboración y poder ser participes de las decisiones que nos afectan nos empoderan. Somos protagonistas de nuestra salud, pero no estamos solos llevamos un equipo detrás que cuenta con nos ayuda y cuenta con nosotros.

anaandresmoreno@gmail.com

Deformación profesional

Me llaman friqui, que se le va a hacer. Es por eso de la deformación profesional excesiva. Al primer vistazo hago un trillaje. Me he acostumbrado a hacerlo desde siempre. Por la postura valoro si hay algún dolor lumbar, si duele una rodilla, si por el contrario es un dolor abdominal. Me da tiempo de echar un vistazo por si se trata de una herida por corte que precise sutura inmediata o hay una úlcera en la pierna por un golpe fortuito contra la pata de la cama. El color de los ojos no lo veo. Si el paciente es guapo o feo tampoco. Pero si ha traído la lista de las medicinas porque se arma un lío, busco un rato para colocarlas en los casilleros semanales. Hasta que no le ha quedado claro, no paro porque me he encontrado de todo en esta viña del señor, desde el que se ha tomado un protector de estómago con cada pastilla, hasta el que deja por su cuenta la del tiroides porque como los análisis le daban bien, para qué va a estar tomando nada.

Creo que me he ganado fama de gruñona. El otro día sin ir más lejos, conseguí poner en vereda a  Casilda. Con la mala circulación que tiene en esas piernas, la úlcera vascular y el vendaje, no eran compatibles unos zapatos de tacón de doce centímetros de altura y mucho menos, que le estrujaran el pie porque la puntera debía lucir bien puntiaguda y fina. Eso sí, me costó casi una semana que volviera con unas sandalias planas pero ahora al menos, no volverá a torcerse el tobillo, que con más de ochenta años no está para equilibrios a no ser que quiera romperse la cadera. Eso le ha quedado claro porque me ha hablado de bastones porque le dan algo de seguridad. No todo el mundo acepta los consejos.

A mi, como digo, hasta en la calle me da por mirar. Y si veo un brazo escayolado colgando, pienso en la inflamación, la compresión contra la escayola, el dolor, las complicaciones de la fractura que ha llevado a esa inmovilización. El otro día me atreví a hacer una pequeña recomendación, si bien es cierto que fue en plena calle y a un desconocido. “Se le inflamará el brazo si no lo lleva elevado” Me gané un insulto y casi un bofetón. Que qué me había pensado yo. Que me metiera en mis cosas. Que a mí qué me importaba. Pensé que nada y mucho. Que lo más probable no terminara siendo mi paciente.

Pero que terminaría siendo el paciente de alguien. Que había pensado en su bienestar, en su salud, en evitar las complicaciones. Que lo más seguro, antes que yo, alguien le había recomendado lo mismo. Un cabestrillo. El brazo en alto. Tener cuidado por su seguridad.

Aunque la máxima sea tratar a todos como si fueran mi padre, mi hermano, mi abuelo, mi amigo, hay veces que uno tropieza con gente díscola que no se deja cuidar. Pero seguiré haciendo trillaje, por muy friqui que parezca. Porque en nada seré yo la que me caiga, la que no sepa colocar las pastillas en orden, la que tenga que desplazarme con andador y la que ojalá no se rompa una cadera.

Despedida

En principi va ser no res: una petita molèstia reincident però manifestada ja per part de ella com qualsevol que requereix certa atenció més particular.

Sense estridències: ho fem: anem a la consulta però hem de passar del barri a majors; hi ha que anar a l´hospital major. El celebrem al bar del barri.

A l´hospital major l´han obert per dins i l´han tancada i ens han dit que allò és més greu; mig any de vida ens prediu el doctor amic que hi era. Família reunida: s´ho diguem? No; l´amic no ha fet pronóstic formal. La cosa no va durar mig sinò tres i mig i ella ho va saber al final.

Tornem a certa celebración joiosa, que no falten copes amunt. Que no li decaiga el somriure. Vida normal: compres, visites, amistats.

Visita ara a la gran ciutat, aprofitem per reconsiderar quina xulada el tren. Diagnòstic de tractament llarg; no vol parar ara al bar de l éstació; tornar a casa.

Casa. Reorganizar ambient, objectes. Al saló, la butaca més còmoda. Programes de televisión distrets.

Hem de comprar un quadernet doncs que haurem de apuntar hores i dies de consulta. I el quadernet en aquell moblet a prop.

No incidir masa en comentaris i reflexions del diagnòstic; visites i amistats pesades

¡Atenció! La part negativa de la part negativa ¡fora!

Armats amb el quadernet anem a la consulta, pensant bé l´horari, hi ha que donar temps a l´aparcament si el transport públic no prenem.

Trobem la simpatia que cerquem; tant a administració, l´infermeria, el metge. Que ella xarra molt, ho respectem, el metge somriu i té l´art, artista, de no respondre a tot i concretar molt bé les prescripcions. Ella i jo eixim amb una convicció: podem.

I van venint paperots “entre persones, papers”, fem broma, mare! Ella fluctúa per moments, s´inquieta. Per als papers, carpeta verda, per favor, ens diu.

Reorganitzem visites i eixides, cinema, teatre.

I arriba la necesitat del carret i de la perruca. Com combinar la búsqueda, la tría, amb la gràcia i el bon humor; hi ha que repotenciar el seu amb aquella amiga de empatía i bona relació: el passeig per les perruqueries com si de preparar-se per a una boda seria. I el carret bé molt bé per a fer la compra i ¡caram! pareix que et fan més atenció.

I amb carret anem a la boda prevista i ens fem la foto junts; ella somriu satisfeta amb la perruca ben estètica (“què bé t´han deixat el monyo” que diu alguna).

L´important ara son els horaris i la companyia. I no llevar-li la posibilítat, que ella

encara vol, de fer certes coses a casa; cal que siga dirigir i manar. Hi ha que fer la recepta ben fetas , sota la seua consulta.

Però arriba la butaca ara, la quietud, la inmobilitat. A on la posem que es veuen els testos i el cel. No eixa tela, no, que diu, la de flecs i dibuixets. El ram que el portem allà, a la vista.

I el sexe? Ell s´ho pregunta; ella somriu, ja fa temps que és una polisemia. Hi ha que curar l´entrada de l´agulla permanent, la dutxa diaria, per davant, per darrere, per dalt, per baix, el carinyo, l´amor, apretant-la un poquet amb una besadeta: xiqueta, que bonica estàs; i ella somriu.

I el masatge als peus, el millor sexe, al cap, braços, mans.

El doctor li ha fet la trucada adient amb amabilitat i fermesa: “Ja no hi ha més tractament”

Ella alçarà els braços i el resumirà amb dues paraules: “ T´estimo” I la tercera de Mahler.

El error es nuestro, la vida es suya

Os voy a contar dos historias relacionadas seguridad y manejo terapéutico

Historia 1

La enfermera Ana estaba en su turno de noche en la unidad pediátrica del hospital. Era una noche tranquila hasta que llegó el momento de administrar la medicación a uno de los pacientes. Ana estaba cansada y distraída por diferentes motivos, y por un error en la dosis, el paciente recibió una cantidad excesiva de medicamento. A pesar de los esfuerzos del equipo sanitaria por salvar al bebé, el paciente falleció. Ana se sintió devastada y culpable por lo sucedido, fue un accidente. La experiencia de la muerte de un paciente pediátrico es muy difícil para cualquier enfermera, y Ana no fue la excepción. Ana tuvo que enfrentar las consecuencias de su error y el dolor de la familia del paciente. Aunque fue un accidente, Ana se sintió responsable y tuvo que lidiar con las emociones y el duelo que esto conlleva.

Historia 2

La enfermera Ana es muy cuidadosa y responsable, sabe que la preparación de la medicación era una tarea crucial para la seguridad del paciente por eso antes de administrar cualquier medicamento se aseguraba de seguir los siguientes pasos:

Lavado de manos con agua y jabón para prevenir infecciones y evitar propagación de gérmenes, verificar la prescripción revisar cuidadosamente la prescripción para asegurarse de que la dosis y el medicamento sean los correctos, a la hora de preparar la medicación sigue las instrucciones de los fabricantes y las normas de seguridad establecidas por los protocolos hospitalarios como verificación de la vía correcta por la que administrar la medicación.

Gracias a la atención y el cuidado de María coma los pacientes pediátricos están en buenas manos coma la preparación de la medicación es una tarea que se debe de tomar muy en serio sabiendo que cualquier error podrá tener consecuencias graves para la salud de los pacientes.

El error es nuestro, pero la vida es suya. Poniendo atención en cada una de las acciones que realicemos y verificándolas, mejoraremos la seguridad de nuestros pacientes

¿Con cuál de las dos historias te quedas?

El Latido del Cuidado

 En el mundo de la medicina, donde el tiempo es precioso y las vidas están en juego, existe un lugar donde el cuidado del paciente se eleva a un arte, donde la inteligencia artificial se entrelaza con la compasión humana para crear una sinfonía de atención segura y amorosa.

En el Hospital Sant Joan d’Alacant, conocido por su compromiso con la seguridad del paciente, vive una enfermera llamada Marta. Su sonrisa ilumina cada rincón, pero es su corazón lo que realmente brilla. Marta atiende a los pacientes con el cariño y la atención que solo un corazón compasivo puede ofrecer.

Un día, Marta conoció a Miguel, un paciente cuya fragilidad era inversamente proporcional a su fortaleza interior. Miguel luchaba contra una enfermedad cruel, pero su espíritu no se quebraba. En ese momento, Marta entendió que su papel era más que administrar medicamentos y controlar signos vitales; era ser un faro de esperanza en el océano de la enfermedad.

Sin embargo, la medicina moderna también tenía su lugar en esta historia de cuidado. La inteligencia artificial, en forma de asistentes virtuales, se unía al equipo de salud. Estos asistentes aliviaban a los cuidadores de tareas administrativas, otorgándoles tiempo precioso para el contacto humano genuino.

Marta y Miguel se encontraron en la encrucijada de la atención segura y el amor. Juntos, crearon una sinfonía de curación. Marta aprendió los matices de la enfermedad de Miguel, mientras que la inteligencia artificial mantenía un registro impecable de sus tratamientos.

Los algoritmos predecían posibles complicaciones antes de que se manifestaran, permitiendo intervenciones preventivas. Marta no solo cuidaba de Miguel, sino que también se convertía en su confidente, su amiga en la lucha contra la enfermedad.

En este hospital, la seguridad del paciente no era solo un lema, era un compromiso palpable. Las enfermeras, médicos y asistentes virtuales trabajaban juntos para proteger vidas y promover la confianza.

El día en que Miguel pudo regresar a casa, Marta no pudo evitar que las lágrimas de alegría llenaran sus ojos. La inteligencia artificial había allanado el camino para una recuperación exitosa, pero era la conexión humana lo que Miguel llevaría consigo como un tesoro.

En el Hospital Sant Joan d’Alacant, se demostró que el cuidado seguro y compasivo es un arte que combina la tecnología con el corazón. La inteligencia artificial allanó el camino, pero fue el latido del cuidado humano lo que realmente sanó al alma de los pacientes.

El pasamanos

El carpintero sufrió lo indecible para aparcar en aquella calle estrecha, con el largo pasamanos que portaba en la baca del coche. Cuando llegó al número de la calle anotado, lo descargó y lo colocó en posición vertical para llamar al portero automático. 

  • Calle Maslow, número cinco.-Se aprendió. 
  • Ring, ring… 

 Tras largo rato esperando, que le provocó unos minutos de impaciencia, así como llamar varias veces, se escuchó una vocecilla que respondió: 

  • ¿Quién es? ¿Eres tú Violeta? 
  • -No, señora, soy el carpintero, y traigo el pasamanos. 
  • ¿Un pasamanos, dice? Yo no tengo escalera. Esto es un piso y no tiene escaleras… 
  • Vamos a ver señora, yo tengo apuntados aquí dos nombres: Mercedes y Violeta como contacto. ¿Es usted Mercedes o Violeta?
  • Sí, yo me llamo Mercedes, ¡qué casualidad!, y tengo una nieta que se llama Violeta, ¡otra casualidad!, pero ella no está aquí, viene por aquí de vez en cuando. Está en la Universidad, está estudiando Medicina, ¿sabe? ¡Es más lista! Pero, ¿por qué estoy yo aquí hablando de mi nieta a un desconocido por el pinganillo?, anda que…
  • Señora, ábrame usted y hablamos.
  • No, no le abro, no abro a desconocidos, debe ser sólo una casualidad que usted pregunte por nuestros nombres, yo no necesito un pasamanos, ni siquiera tengo escalera… Bueno, sí, tengo escalera de mano, pero desde que me caí alcanzando una manta, ni la utilizo…
  • ¡Vaya tela! 

 El profesional de la madera buscó su móvil y marcó un teléfono… El de Mercedes. 

  • ¿Dígame? – Respondió la anciana tras varios tonos de llamadas. 
  • Señora, soy el carpintero y le traigo el pasamanos, ¿ve como si es su teléfono? 
  • Pero, ¿qué pasa?, ¿también por teléfono me atosiga? ¡Habrase visto! Pues le voy a colgar, ¡hala! 
  • Señora Mercedes, llame a su nieta Violeta, por favor, ella sabe… 

Pero Mercedes ya había colgado. 

El carpintero miró hacia arriba, miró hacia abajo, resoplando, esperando encontrar ahí una respuesta para ver cómo convencía a la señora Mercedes de que le abriera la puerta. Y de nuevo insistió en pulsar el timbre, sin embargo Mercedes no respondió. Casualmente, salió en ese momento un vecino a quien tuvo que explicar que llevaba un pasamanos para el pasillo interior de la señora del tercero. Y le dijo su nombre.  

El vecino no hizo mucho caso a la explicación, parecía llevar prisa, por lo que el carpintero aprovechó para subir a la tercera planta y llamar de nuevo, esta vez ya al timbre más directo de la casa. 

Mercedes apareció pasado un buen rato y, con la puerta entreabierta, limitada con una cadena metálica, dijo: 

  • Ya le he dicho a usted que lo de los nombres es una casualidad, yo la única escalera que tengo es de mano… 
  • Señora, escúcheme: El pasamanos que traigo no es para ninguna escalera, es para ese largo pasillo que tiene usted ahí. Se lo regala su nieta Violeta para que no se caiga más. 
  • ¡Ah, bueno, si es eso, pase usted y perdone! Es que los mayores estamos muy despistados y creemos que nunca necesitaremos pasamanos de estos nuevos, pero le felicito por su buena idea, así no tendré que ir agarrándome más a las sillas.

Estrellas en el mar

Los pasillos están vacíos. Hay algunas puertas entreabiertas, pero la mayoría se hallan cerradas. Una luz tintinea desde el techo mientras la noche oscura engulle cada recoveco del hospital. Veo las sombras arrebujarse en las esquinas y el polvo acumulado en motas invisibles.

Respiro un aire cargado, repleto del sufrimiento y la agonía de las vidas que se apagan al otro lado de las puertas. Parece que la muerte se pasea tranquila esta noche, reclamando las almas que han llegado a su fin.

Entro en la habitación 302. El señor Román se encuentra sentado en la cama, con el gotero en el suelo y el pantalón del pijama a sus pies. Parece que durante el cambio de turno se olvidaron de subirle las barandillas. Me saluda con unos ojos cansados y tristes, una mirada celeste que antaño debía cautivar a miles de jovencitas.

—¿Qué ha pasado aquí? —le pregunto.

—Un gato se ha llevado mis pantalones.

—Qué gato más travieso.

Aunque su mirada sigue perdida en un punto ciego, sus manos están cálidas cuando le ayudo a volver a la cama. Le muevo con cuidado y le doy la vuelta a la almohada para que esté fresca. Reviso la piel minuciosamente y encuentro algunas heridas de antiguas caídas.

—Es una noche sin luna —me dice. Le sonrío con los ojos.

—Eso parece.

—Mi mujer solía decir que es un buen momento para plantearse nuevos objetivos y proyectos.

—¿Acaso quieres ir de crucero? —le digo mientras le aplico una pomada para la pesadez de las piernas.

—No creo que vuelva a ver el océano nunca más.

Me detengo en ese instante. Palabras sinceras y duras de un hombre que ha sobrevivido a tres guerras. Permanecemos en silencio cuando verifico la dosis del gotero y compruebo que el catéter esté permeable y no haya signos de infección. Román es una persona que jamás se ha quejado de los pinchazos, aunque tenga unas venas realmente complicadas.

Como enfermera, quiero que se sienta seguro y cuidado. Puede que padezca un cáncer paliativo y su pronóstico sea reservado, pero eso no significa que no merezca una muerte digna. Por ello, me aseguro de que las sábanas sean cómodas y no tengan arrugas para prevenir las úlceras por fricción. Levanto las barandillas para evitar caídas inoportunas, pues en cualquier momento puede desorientarse y tratar de regresar a casa.

Finalmente, me quedo un rato con él escuchando sus batallas de cuando era joven.

Me conmueve conocer su historia y me hace pensar en la brevedad de la vida.

—Si lo miras bien —le digo entonces—, puedes ver el océano desde el cielo y pintar estrellas allá arriba.

—Puede que María esté cansada de esperarme —susurra con los ojos clavados en el cristal.

—Ella siempre te esperará, Román.

Pronto se queda dormido y un sueño algodonoso le envuelve. Coloco el timbre cerca de su mano para que nos pueda llamar en cualquier momento, aunque sé que este es su último viaje.

En algún momento de la madrugada, su corazón se detiene. Después, una estrella cruza el firmamento rápidamente y sé que, por fin, se ha reunido con su amada.

Es un borracho, o no

—Cualquier día se nos meten en casa —Pepa protestaba sabiendo que no la escuchaba nadie, era un desahogo para sí misma mientras le daba suaves puntapiés en la espalda intentando que reaccionara.

Se lo había encontrado así, echado detrás de la puerta del vestíbulo de su edificio cuando regresó de cenar con las amigas bien entrada la noche. Habían celebrado la navidad y brindado con cava, y se le notaba.

Estaba indecisa, dudaba qué hacer con aquel bulto echado de lado en un rincón de la portería de su edificio y que no daba señales de que se despertara con los estímulos que le aplicaba. Cuando vio entrar a Rosa y Paco se sintió aliviada de poder compartir el problema con algún vecino.

—Buenas noches, Pepa, ¿qué haces? ¿quién es ése?

—Y yo qué sé, le hablo pero no contesta, está inconsciente.

—¡Tan joven! ¡Qué lástima! ¡Es casi un niño! ¡Y borracho!, durmiendo la mona

¿no lo oyes roncar? —intervino Paco— Déjalo. Se le pasará.

—Ya, pero está en nuestro portal y si le da por vomitar nos lo pone todo perdido y mañana es domingo, y a ver quién lo limpia.

—¡Eh! ¡Oiga! ¡Eh! ¡Vd.! ¡Despierte! —Paco acompañaba los gritos con empujones en los hombros intentando que volviera en sí.

Escolástica, la del primero derecha, siempre estaba atenta a los avisos de su chihuahua, y esa noche el perro no dejaba de ladrar pegado a la puerta de su piso. Vestida de bata guateada se asomó por la escalera:

—¿Qué hacéis? ¿Quién es? ¿Qué pasa?

—Buenas noches, Esco, aquí, decidiendo qué hacer con éste. Ya ves, los borrachos y drogatas terminarán por echarnos de nuestras casas.

—Pero ¿lo conocéis?

—¡Cómo lo vamos a conocer! Me lo he encontrado ahí tirado cuando he abierto la puerta de entrada.

—Pero, respira ¿no?

—Si, mujer, ¿no lo oyes roncar?

—¡Ay, yo qué sé! Hoy en día se oyen tantas cosas…

—¡Pobre muchacho! ¡Tan joven y ya metido en esto!

—No lo compadezcas. Estos ya saben dónde se meten. No es como antes que éramos unos ignorantes.

—¡A ver si se muere y nos mete en un lío!

—Vale, llamamos a la policía y que se lo lleven a donde sea.

—Bah! De todas formas a estos drogatas no les hacen ni caso. ¡Otros tiempos tendrían que volver!

Ya no le prestaban atención, habían hecho un corro y se desahogaban repitiendo sus sobadas opiniones acerca de la juventud.

Mientras Paco intentaba ponerse en comunicación con la policía local, se abrió la puerta de la calle y entró Fran, el chico del tercero. Habían terminado las clases del primer trimestre y venía cargado de libros bajo el brazo y una mochila al hombro. Tenía pensado aprovechar las vacaciones para preparar los exámenes de enero.

—Hola, Fran, chico, aquí estamos pensando qué hacer con este drogadicto, o borracho, o lo que sea.

Para entonces ya se habían reunido en el zaguán más vecinos que los que acudían a la Junta General de cada año. Fran estudiaba Ciencias de la Salud, se interesó por el borracho y se acercó a mirarle la cara al pájaro.

—Uy! ¡Ese olor! Acetona, como a manzanas, no huele a alcohol —levantó la cara mirando a sus vecinos mientras pensaba en aquella frase que le había salido sin pensar— Puede… puede ser… un coma diabético. Hay que llamar a una ambulancia.

Se salvó el «borracho». El mes anterior había sido diagnosticado de diabetes. Para celebrar las vacaciones tenía comida y tardeo con sus amigos y ni se puso límite a la ingesta, ni se inyectó la dosis de insulina. Aquella temeridad casi le cuesta la vida. Nunca pensó que tuviera que llevar una medallita colgada del cuello con el diagnóstico: diabetes.

Le había visitado el Rey Mago y le regaló otra oportunidad sin juzgar su comportamiento.

Felicidad

Felicidad era la última auxiliar que se había incorporado a trabajar en la residencia de ancianos y tras un mes, el cambio en los residentes era evidente: sonreían permanentemente.

El responsable de recursos humanos interrogó a la trabajadora acerca de sus prácticas para averiguar qué justificaba aquella mejora en la calidad de vida de los usuarios del centro de mayores, pero Felicidad se limitó a responder que solo hacía su trabajo.

Fue una de las ancianas la que reveló el misterio: la auxiliar incluía en la rutina de los ancianos una delicada y laboriosa higiene de los dientes y las encías, sin olvidar aquellos diminutos cepillitos para los huecos entre las muelas ni el lavado de la lengua. Limpiaba escrupulosamente las prótesis e hidrataba los resecos labios de los abuelos.

Los ancianos recuperaron así el agrado del aliento fresco y la grata visión de unos dientes y encías impecables. ¿Cómo no sonreír? Su mejora en la autoestima influía positivamente en su estado de ánimo

Aquella rutina además impactaba positivamente en el estado de salud general de los usuarios pues era bien conocida la mayor tendencia a la inflamación de las encías en los diabéticos, el peligro que suponía una infección dental en un paciente polimedicado, las infecciones por hongos bajo las prótesis en ausencia de limpieza y la dificultad para alimentarse en los casos de boca seca.

Todo aquello, interesó enormemente al personal médico de la residencia, que decidió elaborar un protocolo de actuación para estandarizar los procedimientos de aquella singular auxiliar.

Para Felicidad, en cambio, lo más importante seguía siendo que aquellos ancianos habían vuelto a sonreír.

La lección aprendida

Durante mi vida, siempre había presumido de ser una persona que no valoraba la salud que tenía. Era muy raro que me vieran acudiendo al médico de cabecera o a un especialista cuando tenía algún tipo de malestar o dolor. Mi respuesta siempre era la misma cuando me recriminaban por no ir. Ya iré cuando pueda mientras rebuscaba entre una montaña de medicamentos (algunos incluso caducados u obsoletos) un bálsamo de fierabrás.

Sabes que no puedes automedicarte sin que te osculte el médico – me murmuro mi pareja – No voy a perder el tiempo haciendo cola esperando que me atienda y en estos momentos, el trabajo es más importante que la salud – le conteste a ella-

Y llego la noche, momento en que mi enfermedad incipiente o crónica se acentuó aprovechando la bajada de mis defensas y haciendo tambalear el sistema inmunitario. No paraba de dar vueltas en la cama con una sensación de ahogo. Notaba que no llegaba aire a mis pulmones y cada inspiración chirriaba con unos pitidos idénticos a una vieja guitarra rota. Me levanté de la cama e intentando no hacer ruido me dirigí al comedor. Todo estaba en silencio. Miré el reloj de la pared y eran las 2:15 de la madrugada. Desde la ventana pude oír a un grupo de chavales que subían riendo y dándole patadas a una lata de bebida. ¡Que buenos tiempos! – Pensé – Sin preocupaciones, viviendo el día a día y abusando de aquello que les gusta, aunque sea perjudicial. Cuando uno es joven piensa que puede con todo y con todos pero que equivocados estamos. Si pudiera retroceder el reloj del tiempo, lo primero que haría seria abrir el cajón de mi mesita de noche en donde tenía los dichosos paquetes de tabaco y el mechero para tirarlos por la ventana. Esa fue mi gran equivocación, el consumo de tabaco desde muy temprana edad.

Volví de nuevo a la realidad de la noche y con ella la sensación de atranque en mis pulmones que junto al esfuerzo agotador de no poder respirar y el cansancio del estresante día de trabajo pesaba sobre mi cuerpo como una losa. Fui al cajón donde mi mujer guardaba todos los medicamentos y desesperado como un adicto rebusqué entre las cajas buscando un inhalador que hace un año me recetó más que por casualidad por obligación a mi esposa, mi médico de cabecera. – Por fin lo encontré – grite para adentro. Me puse a leer y en la prescripción ponía que era un broncodilatador que prevenía las crisis de asma y relajaba los músculos de las vías respiratorias.

Sabia que iba a tomar un medicamento caducado y desconocía las consecuencias propias de un descerebrado que por el día se las daba de hombre fuerte y por las noches deambulaba como un alma en pena en busca de soluciones. Quite la tapa del inhalador. El medicamento en forma de un gran supositorio era de un color blanco con una rosca en su base de color rojo. Mis dedos índice y pulgar cogieron la rosca y dieron un cuarto de giro sonando un ruido – clic clac – Estaba cargado el inhalador como si de una pistola se tratara. Puse mi boca en el extremo superior del recipiente donde había unos orificios de salida e inhale con todas mis fuerzas hacia adentro. El medicamento entró como una bala en mis pulmones desgarrándome por dentro y provocando un fuerte dolor en el pecho que me hizo caer de rodillas delante del sofá. Por un instante, quede cao igual que un boxeador noqueado al primer gancho y le están contado la cuenta de diez segundos. Me levanté a duras penas porque no quería perder esta pelea y me dirigí a la habitación a trompicones desplomándome sobre la cama. Pasaron los minutos. No recuerdo cuantos.

Empecé de nuevo a inspirar y apreciar como mis pulmones habían aceptado el medicamento obsoleto y se llenaban de aire igual que un jarro de agua fresca. Cada inspiración que realizaba era más suave que la anterior, una detrás de otra, hasta que llego el momento en que por agotamiento y efectividad del medicamento, mi cuerpo cedió ante el sueño.

Al día siguiente, ante el espejo, juré que iría a mi médico de cabecera como así hice. El especialista de turno me diagnostico semanas más tarde a causa del tabaquismo una enfermedad pulmonar obstructiva conocida por las iniciales de EPOC.

No he vuelto a fumar pero tampoco a usar medicamentos caducados.

-La lección esta aprendida-

La pastilla

Me aseguré de preparar toda la medicación necesaria para la jornada siguiente en el pastillero. No era un día cualquiera y no sabía cómo iba a estar después de la operación de un cáncer de mama. El Parkinson, que me acompaña desde hace doce años, no parecía tener intención de abandonarme, así que debía tenerlo todo controlado. Mi esposo supervisó todo, como hacía siempre, para asegurarse de que llevaba toda la medicación suficiente, no sabíamos exactamente el tiempo que yo iba a permanecer allí, ni si dispondrían de ella en el hospital, aunque previamente nos informaron de que el personal sanitario de planta sería el encargado de pautar, administrar y controlar dicha medicación.

El párkinson, desgraciadamente, es una enfermedad desconocida por la mayoría de las personas, pero lo terrible es que también lo es para muchos de los profesionales sanitarios que no guardan algún vínculo con ella. No digo que tengan que conocer todo exhaustivamente, pero sí informarse previamente a una intervención quirúrgica cuando hay pacientes con múltiples patologías, como es mi caso.

Yo entré al quirófano obsesionada por las terribles consecuencias que podrían derivarse si no se me administraba la dosis correspondiente de levodopa en el momento oportuno, y así se lo hice saber al equipo médico que me iba a intervenir.

Después de una operación de varias horas, en la sala de reanimación, todavía adormilada y llena de aparatos por todas partes, intentaba preguntar si me habían dado mi medicación, pero me resultaba imposible hablar. Comencé a sentir una rigidez extrema en el cuello y extremidades superiores que rápidamente se extendió por todo mi cuerpo; ni siquiera podía pestañear. Seguidamente comenzó a temblar mi brazo derecho y después el izquierdo, también las piernas y después el tronco, haciendo visible un movimiento exagerado de cables y sábanas que alarmó al personal sanitario que en ese momento controlaba mi evolución. Inmediatamente, se activaron todos los dispositivos de emergencia, creyendo que entraba en parada cardiaca y que estaba convulsionando Yo intentaba decirles que sólo necesitaba mi medicación y todo volvería a la normalidad, pero seguía sin poder articular palabra alguna, al contrario, cuanto más lo intentaba, más rígido se ponía mi cuerpo. En ese momento, entró uno de los cirujanos que había estado informando a mis familiares del resultado de la operación y a los que comentó mi preocupación, antes de la intervención, por la medicación del párkinson. Ellos le mostraron también la suya y le dieron todos los medicamentos que debían suministrarme inmediatamente, ya que habían pasado más horas de las debidas y mi cuerpo podía reaccionar bloqueándose o temblando, como desgraciadamente así estaba ocurriendo. El cirujano se puso inmediatamente en contacto con mi neuróloga para que autorizara la administración de la medicación. Como me resultaba imposible ingerir nada en esos momentos debido a mi rigidez, me lo administraron por vía y en unos interminables minutos para mí, mi cuerpo fue volviendo a la normalidad. Permanecí allí todavía unas cuantas horas más antes de llevarme a la habitación, donde recibí gratamente la visita de la especialista, la neuróloga.

Ahí no acabó todo.

La medicación que se utiliza para mejorar la enfermedad de Párkinson es muy diferente de unos enfermos a otros y las pautas para tomarla también; no se sigue un patrón común. Los horarios tampoco suelen coincidir con el desayuno, comida y cena, es más, en muchos casos, no deben suministrarse con alimentos. Probablemente sea eso lo más cómodo en cuanto a organización y gestión hospitalaria, pero en el caso de esta enfermedad, como imagino que en el de otras muchas, es peligroso saltarse los horarios personales del paciente. También puede comprobarse, que en las farmacias hospitalarias no disponen de todos los medicamentos necesarios para los pacientes ingresados, por lo cual es necesario llevarlos desde casa. En mi caso, el tiempo que estuve ingresada, solo se me administró sinemet, y en unas dosis diferentes a la que yo necesitaba; de los demás medicamentos, ni rastro. Cosa que no entendí y, al parecer, el equipo sanitario tampoco, ya que me dejaban la pastilla encima de la mesilla antes de las tres comidas diarias. Afortunadamente, yo controlo todavía esto, pero ¿qué hubiera pasado de no ser así?

Estoy segura de que no he sido el único caso, ni, por desgracia, seré el último.

Ojalá la sanidad consiga dotar a todos los hospitales de “LA PASTILLA” necesaria para cada paciente y sus patologías y que todos los profesionales deseen adquirir más conocimientos sobre distintas enfermedades, aunque no sean su especialidad.

Mirando al futuro en salud

Como todos los jueves, tocaba reunión de equipo. No se podía hablar de nada más que de la problemática actual con los jóvenes y su salud mental, todos habían escuchado de nuevo una noticia local desesperanzadora de un suicidio en edad temprana.

“Esto no es normal, ¿habeis visto las cifras de suicidio del INE?” – Lamentaba Gema la enfermera más joven.

“Sí, ¡es espeluznante!, también en autolesiones y en conductas de riesgo.”

– Completaba Teresa la enfermera más meticulosa del equipo.

“¡Es que los retos que rondan por las redes sociales son un peligro! Tanta información, que no saben ya que es real, verdad o bueno ¡Están muy perdidos!” – Añadía Rodrigo que tenía hijos adolescentes.

“Han perdido la confianza en las personas de su entorno y consultan cualquier cosa en internet” – Suspiraba intranquila Isabel.

Elena y Tina, dos enfermeras locas por su trabajo, se miraron con la convicción de que tenían que dar el primer paso, sintieron que aunque la pandemia había dejado todo patas arriba y parecía una proeza volver a comenzar cualquier proyecto comunitario, ese era el momento.

“¿Y si buscamos alternativas para poner freno a estas conductas?”

– preguntó Tina antes de proponer algo que llevaba tiempo rondando en su cabeza.

“¿Y si les devolvemos esa confianza?” – Añadió Elena enfermera especialista en comunitaria.

Parece que se encendió una bombilla en la cabeza de todos porque contestaron al unísono: “¡Tenemos que hacer más!”

Se pusieron rápidamente manos a la obra, era hora de darle una oportunidad a la promoción de la salud. Lo que siguió fueron días de trabajo durísimo lleno de estrés, nervios y altibajos. Buscando cooperación de diferentes sectores celebraron innumerables reuniones, elaboraron dinámicas, talleres y diseñaron un plan que gracias a la implicación y participación de todos pudiera atender las demandas específicas de la población.

Llegó el gran día en que nos pusimos delante de ellos, esa población olvidada, esa que queda siempre fuera del enfoque en la atención sanitaria, la población sana que carece de herramientas para expresarse o a veces se ve silenciada: Los niños, niñas y adolescentes. Sin embargo ellos como buenos anfitriones, nos recibieron con su mejor sonrisa. Al vernos en las aulas, sus miradas se llenaron de expectación, empezábamos allí nuestra aventura.

Nos presentamos y la primera pregunta que nos hicieron fue:

“ ¿Es que las enfermeras también son profesoras?” – esperaban ansiosos la respuesta.

“ Las enfermeras tenemos otras funciones diferentes a poner tiritas y pinchazos, a veces tenemos tiempo de venir a explicar cosas tan importantes para vuestra salud como por ejemplo la gestión y expresión emocional, la alimentación y la actividad física, la higiene… Así sabréis cómo y qué hacer para cambiar las cosas que no sean buenas para vosotros y podáis transmitirlo a los demás. También enseñaros técnicas que podemos utilizar para salvar vidas con nuestras propias manos como por ejemplo la reanimación o la maniobra de Heimlich…” – explicó Tina sin poder ocultar su entusiasmo.

“Tenéis derecho a muchas cosas, entre ellas a la salud y a poder participar en el proceso para conseguirla. Expresando lo que os preocupa u os interesa podemos ayudaros, por eso vamos a venir a visitaros muchas más veces.” – añadió Elena con una motivación contagiosa.

Así es como empezamos a acudir cada mes al colegio y al instituto proponiendoles diferentes dinámicas de aprendizaje. Cuando nos veían enseguida nos saludaban o nos llamaban por nuestro nombre para hablar con nosotras y saber qué otras sorpresas les llevábamos, se respiraba un ambiente muy distendido lleno de confianza. Ellos habían recuperado el control, por fin se sentían útiles y valiosos, se comunican desde otra posición, con mayor responsabilidad y se proponían voluntarios para ayudar a los demás:

“Le he dicho a mi abuelo que a mi lado no tiene que tener miedo de atragantarse porque yo le puedo salvar” -Dijo Manuel super animado. “Ahora salimos a caminar todos los días juntas para controlar mi diabetes”

– Nos comentaba optimista la madre de Victoria que además había recuperado la comunicación con su hija aprovechando las caminatas. “Gracias a la dinámica de autoimagen mi hija me confesó que no se sentía bien con su cuerpo y ahora estamos trabajando en ello con una psicóloga de confianza” – confesaba la mamá de Berta aliviada.

“Ellos serán la generación más preparada para poder cuidarse y cuidar a los demás, esto beneficiará enormemente a las comunidades en las que viven”

– Reflexionaron los enfermeros del centro de salud orgullosos de su profesión. Después sembraron montones de ideas nuevas para seguir el camino iniciado pero eso es otra historia.

Te voy a construir un mundo

Existe un antes y un después en nuestras vidas, en nuestro hogar, en nuestra familia.

Cómo explicar que el tes que le hicieron a mi esposo fue un nuevo punto de partida: ¡Positivo en Huntington, 42 repeticiones!

Se nos paralizó el aliento, lloros, abrazos, muchos abrazos.

Y aquí estoy siendo su cuidadora principal.

Había que pensar rápidamente en muchas cosas para poder cambiar todo en su lugar: seguridad en casa, planificación de todas las citas médicas, pruebas, etc…

Reuní a mis hijos, expliqué la situación. No fue fácil tener el 50% de probabilidad de heredar Huntington. Los asustó mucho, un millón de preguntas, sentimientos a flor de piel.

Soy una luchadora, no me rindo, apoyaos en mí para todo lo que necesitéis. Yo también tendré que descansar, no soy de hierro. Colaboremos juntos, pues ahora es papá quien nos necesita. Voy a reclutar a familiares y amigos, todo el que se una a nosotros bienvenido sea.

Compartir esta situación con personas de nuestro alrededor ha sido un bálsamo, en todos los sentidos, y un gran apoyo para nosotros.

Todo funciona, nos hemos repartido las tareas del baño, alimentación, visitas médicas, paseos, estancia en el hospital, etc…Cada uno de nosotros, en función del tiempo de que dispone.

La primera actuación que tuve fue la seguridad en casa. A los tres días del resultado del test estuvo inquieto. Empezó a deambular por las noches, sin darnos cuenta, mientras dormíamos. Una mañana, a las ocho, lo encontré en la cocina con un destornillador en la mano. Había desmontado todas las puertas de los armarios. Él estaba bien, pero yo me asusté muchísimo. No había tiempo que perder. Retiré todos los objetos de casa punzantes, cortantes, inflamables, etc., y los frágiles, guardados. Puse protectores de esquinas en todos los muebles, aseguré puertas y ventanas, enchufes, guardé alfombras, despejé zonas de paso. Asideros en pared del baño, silla de baño, antideslizante, sus zapatillas también en la suela, tazas y envases, todo de plástico.

La cuestión es que todos los objetos que el manipule que no se puedan fracturar como lo hace el vidrio, loza, etc., al caer por un movimiento involuntario, ni pinchar, ni causarle lesión. Ni resbalar, ni tropezar.

Con esto no quiero decir que todo se lo haga yo, todo lo contrario, le apoyo y animo para que sea autónomo en la medida de sus posibilidades. Que se pone una prenda del revés, pues le ayudo a que vea donde está la etiqueta y, aunque muchas veces se envada porque no lo consigue, cuando lo logra se pone feliz.

Otro asunto muy importante es la cama. La tiene articulada, con protectores laterales. Después de un par de caídas nocturnas, me hice con ella. Las múltiples posiciones que tiene ayuda a que fluya el moco en las infecciones respiratorias, bronquitis, neumonía, etc, que son habituales en pacientes con Huntington, y otras patologías. Mejora el descanso y puedo atenderlo más fácilmente sin hacerme daño en la espalda. La altura facilita que él pueda acostarse y levantarse con mayor seguridad.

También tiene disfagia. Toma agua con espesante. En verano le ponga unas gotitas de licor sin alcohol para que le alegre la vida y no sea todo tan insípido. Le sorprendo con algún que otro batido con una cresta de nata y se le ríen los huesos de felicidad.

Soy muy preguntona y siempre estoy consultando con los profesionales que le atienden y con los miembros de AVAEH, nuestra asociación. Consejos, trucos, todo lo que conlleve mejorar la calidad de vida en nuestro hogar teniéndole a él.

Todos los informes médicos, citas, pruebas, etc., las tengo archivadas en un solo armario y seleccionadas por especialistas. Mi agenda, un gran calendario a la vista. Marco con rotuladores de colores cada seguimiento y control de algún síntoma, ya sea modificación de medicación o alteración que aparezca nueva para comunicarlo mejor a los profesionales sanitarios y poderlo tratar lo antes y mejor posible.

Utilizo pastilleros, detecto mejor un olvido o evito sobredosificación.

La seguridad en los centros sanitarios es aceptable. Dos sillas de ruedas sin reposapiés y cama antigua metálica con barandilla averiada también nos tocó en un ingreso. Un punto muerto en seguridad en centros sanitarios es la falta de botón de aviso en caso de emergencia en los baños de uso general. Tuve que salir a buscar ayuda para un señor mayor.

Las familias agradecemos siempre la labor y apoyo del personal sanitario.

“Pues nadie gana un partido jugando solo”

Velaré siempre por ti

Se despertó pronto, desconectó el interfono que comunicaba con la habitación contigua.

A las doce, Lucía, intentó levantarse, a las tres y diez lloraba, a las cinco menos cuarto empezó a gritar porque los niños no querían jugar con ella.

Había estado toda la noche intentando tranquilizarla: leyendo cuentos, jugando a las adivinanzas, preparando tilas.. pero nada funcionaba.

Se acercó a su cama, dormía, agotada, vencida por el pulso echado a cien fantasmas nocturnos.

Mientras le prepara un batido proteínico con sabor a fresa, Mónica, recuerda como fueron los primeros sintomas de la enfermedad: las primeras rabietas, los olvidos y la agresividad. Viene a su memoria el día que se perdió en unos grandes almacenes.  Tras dos angustiosas horas, apareció en la sección de juguetes, dando el pecho a un muñeco enorme. Estaba feliz, sin entender la preocupación y el agobio que había desatado la inocente situación.

A partir de ese día Mónica tomó medidas. Regaló a Lucía un colgante con forma de corazón. Ella estaba encantada con su joya, víctima de su coquetería congénita. Siempre se lo ponía antes de salir con su “madre” de paseo, ignorando por completo que en su interior contenía un pequeño localizador, que en caso de alerta delataría todos sus movimientos.

Cuando termina de preparar el batido, entra en el cuarto de paredes lila y cortinas de flores en tonos pastel, canturreando su canción favorita . No entiende como esa cancioncilla de dos cerditos, es capaz de tranquilizar a Lucía más que la medicación.

– ¡Buenos días cariño!  ¡Hoy desayunas en la cama, como una reina!

Mónica le da un beso en la mejilla, mulle la amohada y la incorpora hasta que su espalda quede en un ángulo recto con sus piernas.

Lucía no deja de observarla, está sosegada, moviéndose al son de la tonadilla. Balbucea algo incompresible, que repite claramente:

-”Moniquilla”, te quiero.

Tras el último sorbo, Mónica deja el vaso en la mesilla, acaricia la cara de Lucía, descubriendo que sigue allí, escondida en ese pequeño cuerpo caprichoso, en esos ojos inocentes, infantiles y pícaros.

– ¡yo también te quiero mamá!

Seguidamente, una pedorreta de fresa estampa su cara.

Relatos en formato audio

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